No tiene nada que ver con Doppelgängers, campesinos húngaros que comían animales, condes extravagantes o rusos con enfermedades, sino que es mucho más sencillo. Pero para entender de dónde surgen los vampiros tenemos que hacernos algunas preguntas primero, como ¿Por qué son siempre atractivos? ¿O por qué no envejecen? ¿O la razón por la que no se reflejan en los espejos? ¿O por qué no se enamoran?
La respuesta a todas esas preguntas es la misma y es igual a la que damos para explicar por qué hay abusones en los institutos. Aunque tengan una fuerza física sobrehumana o vivan eternamente sin que el tiempo haga mella en su aspecto los vampiros por dentro son, fundamentalmente, personas. Personas que han sufrido cambios, que lo han perdido todo y a todos, que ya no sienten que puedan conectar con las demás.
Son como un adolescente enamorado de la chica más popular y no se atreve a decírselo por miedo a que se ría de él, o de su mejor amigo y no se lo cuenta por si lo pudiera pensar que ya no es el mismo, o como quien sueña con un proyecto y no se atreve a ponerlo en marcha por si algo sale mal. La ilusión de algo que no ocurrirá parece siempre mejor plato que la certeza de haber perdido algo intentando conseguirlo. Y muchas veces el riesgo es nulo o inexistente, pero somos demasiado inseguros para asumirlo por miedo a partirnos, somos demasiado frágiles.
Y eso ocurre con los vampiros, que reflejan lo que nos hace sentir miedo. Miedo a no gustar a los demás, miedo a envejecer, miedo a morir, miedo a no saber quiénes somos, miedo a que nos rompan. Este último es el mayor de todos ellos y el que tiene la clave del origen de estas criaturas.
Cuenta nuestra leyenda que una vez en una aldea remota vivió una persona a la que vamos a llamar Drácula por darle un poco de encanto, que pasaba día y noche angustiada por sus sentimientos. O mejor dicho, por reprimirlos. ¿Por qué? Porque había visto lo que hacían a los demás. Les volvían débiles, les consumían y les hacían perder el juicio. Era algo incomprensible para Drácula que se negaba a ser un «descerebrado» más.
Pero para poder enfrentarse a esa enfermedad que consideraba que eran los sentimientos debía estudiarlos y conocerlos bien. Dedicaba varias horas al día a observar con detenimiento al resto de habitantes de la aldea, tomando nota sobre los detalles de cada emoción siendo el que más repulsión le generó el amor. Consideraba que volvía a la gente tarada y codependiente, y si «se curaba» el tratamiento era incluso peor, pues con el corazón roto la gente sufría incluso más. Esa fue la primera vez que sintió algo, y era auténtico terror a verse en esa situación. Era algo que no estaba dispuesto a soportar e imploró a los dioses que no le permitieran contagiarse de los sentimiento, perder así su voluntad, que renunciaría a lo que fuera.
Y llegó el día en que se enamoró sin darse cuenta, un flechazo que le arrancó parte de su alma por el camino. Al principio todo iba bien, pero empezó a tener miedo de no ser correspondido. Miedo de serlo y perder la cabeza. Miedo de que le partieran el corazón en mil pedazos. Entonces fue cuando se dio cuenta de que había caído presa de los sentimientos y habían estado haciendo con él lo que querían.
Estaba colérico cuando subió a la montaña más alta a gritar a los cielos por lo ocurrido. Parecía que no iba a servir de mucho, pues había tormenta y sus gritos quedaban ahogados por los truenos, sus gestos cegados por los relámpagos y aquello que rompía y tiraba no era nada en comparación con la fuerza de los rayos. ¡Browm! De repente uno cayo sobre Drácula, que se desmayó.
Al despertar parecía estar bien pero se sentía raro, como si se hubiera quitado un peso de encima. Se dio cuenta de que ya no sentía «amor». También de que tenía los músculos entumecidos pero sentía más fuerza. De que su rostro tenía la piel tersa. De que le dolían los dientes. Y de que tenía sed.
Los dioses habían dado respuesta a su plegaria, le habían curado el enamoramiento, le habían arrancado la capacidad de amar y todo lo que le angustiaba, a cambio, le habían convertido en el monstruo que conocemos.